La función de la mercadotecnia

Por esa época hice un viaje a Nueva York para escapar de la experiencia de desamor que recién había vivido. La niña de mis ojos me había dicho, sencillamente, que no me amaba.

El viaje tenía un cierto aire bohemio. Quería quedarme solo conmigo, con mi dolor, mi voz y mis verdades. Quería olvidarla. Quería escribir. Lo que fuera. La crónica de mi amor desesperado o un diario de viajes.

El caso es que después de varios días de soledad budista, nada parecido a la iluminación ocurría. Tenía la cabeza llena de humo. No sentía nada por más que forzara mi espíritu a las profundidades. Tenía el corazón anestesiado. Y de escribir, obviamente, nada... Mi cuaderno acumulaba garabatos y comienzos en falso.

Uno de esos días, después de una larga caminata con mi back pack al hombro, de escaparate en escaparate de la Quinta Avenida, me topé con el Nike Town.

Apenas entré en la tienda, una pantalla descendió en el espacio central y empezó la proyección de un comercial de la última temporada. Un chico estadounidense de viaje en Florencia. No carga nada más que una mochila al hombro, una pelota de básquet ball y su pasión por el juego. De inmediato intenta integrarse a un grupo de italianos que juegan en el parque, pero es, sin más, rechazado. Se retira tristeando y se consuela botando su pelota y encestándola en los maceteros de algún barrio florentino. Transcurre la mañana entre puentes y estatuas. Nunca deja de botar la bola. Su divagar lo lleva a otro parque cuando está punto de caer la tarde. Observa detrás de la reja con ocho años de edad en la mirada al grupo de chicos que ahí juegan. Finalmente lo invitan. Refuerza al equipo más débil. Gracias a él, ganan. Comparten refrescos al final del juego. Letras blancas en un fondo negro: Nike, just do it!

El comercial se trataba, desde luego, de un cliché. Pero conectó conmigo.

Continué la visita alrededor de la tienda guiado por Michael Jordan, Ronaldo, Pete Sampras... los héroes de la palomita que encarnan el verde sueño americano... Llegué al último piso. Fue entonces que escuché el reclamo de mis pies cansados.

Me senté en una banca justo en el momento en que volvió a bajar la pantalla.

Un viejo alemán de ochenta años se dispone a correr por primera vez el Maratón de Nueva York. Corrió su primer kilómetro bien entrado en la sexta década de edad. Su mujer, que aparece en escenas alternadas, explica que su esposo siempre fue una mula terca que consigue lo que se propone. Es por eso que ella se ha dedicado todos estos años a prepararle el almuerzo para que recobre las fuerzas despúes del entrenamiento. Se dispara la pistola. Una multitud de hormigas se lanza a la carrera en medio de los rascacielos. El viejo comenta que los primeros kilómetros son fastidiosos, pues tiene que soportar que los otros competidores lo empujen y lo trompiquen. Ya después puede correr con más libertad. Es evidente que cojea: lo acompaña desde el cuarenta y tres una herida de guerra. A los treinta kilómetros un cúmulo de ideas le inundan la cabeza. “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Vale esto la pena?” Supera las dudas y continúa. Cuando sólo faltan diez kilómetros, enfrenta el verdadero reto del maratón: “El martillo” le llaman a esta etapa. Cada paso es un golpe de dolor, cada átomo de su cuerpo se rebela. Su rostro es un collage de las lastimaduras de todos los hombres de todos los tiempos. Cámara lenta. Silencio. Sólo se escucha el tambor de su pecho y su respiración. Los espectadores parados en la acera lo sostienen con la mirada. Cruza la meta. Se desploma. Termina el maratón. Nike, just do it!

Justo en ese momento sentí algo húmedo en mis manos. El reflejo me hizo voltear al techo para ver si se trataba de goteras. Apenas entonces me percaté. Estaba llorando…

Lloraba como niño chiquito extraviado, frágil, sin consuelo.

Temblando de rabia y tristeza vino a mi boca el nombre de la mujer que aún amaba. La mujer que me robó los colores, que me resquebrajó los sueños. La mujer que me clausuró los caminos y por cuya añoranza me volví tanto menos de lo que en realidad era…

Ese día, por fin, empecé a olvidarla…
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