En la cabeza

Hace unos años organicé un curso de capacitación para el grupo de intendentes de mantenimiento, vigilantes y afanadoras de limpieza del colegio para el que trabajaba. El título del curso no escapó a la rimbombancia retórica: “Eficiencia y colaboración en el trabajo”. Fue el primer curso de este tipo que jamás se dio en el colegio.


La sorpresa no tardó en tocarme...

Las mujeres salieron de los vestidores de intendencia maquilladas, luciendo vestidos de fiesta, chales y tacones. Los hombres llegaron perfumados, vestidos de traje y corbata.

Eligieron sentarse en la herradura de sillas estrictamente separados. De un lado los hombres. En franca oposición espacial, las mujeres. No se volteaban a ver, ni se dirigían la palabra. Se comportaban como si se hubieran quedado detenidos en el país de los ocho años de edad.

Apenas había transcurrido la primera hora introductoria del curso y sin que nada lo de lo que yo había expuesto lo justificara, uno de los intendentes pidió la palabra. Inesperadamente, rompiendo en llanto, expuso propósitos de enmienda para su comportamiento machista.

Espontáneamente, el resto del grupo lo siguió. Mitad desconcertado, mitad intrigado, los dejé hablar.

De ahí en adelante, durante dos días, la concordancia entre los temas expuestos y las intervenciones de los participantes fue nula. El curso se convirtió en una especie de terapia grupal. Tratando de hacer sentido a este involuntario derrotero, especulé que acaso todos estamos ávidos de que alguien nos escuche, y a través del discurso – ese acto mágico de transformar la realidad interna en palabras – cada uno justifica su existencia frente a los otros.

Como quiera que haya sido, conforme el curso fue avanzando, la geografía del grupo cambió. Los hombres y las mujeres se intercalaron en la herradura de sillas. Y como si una fuerza invisible disolviera las fronteras, empezaron a dialogar con interés y frecuencia.

Al final, durante la ceremonia de entrega de diplomas todos los participantes expusieron conclusiones que a esta altura eran ya, de alguna manera, esperadas: “debemos respetar a nuestras mujeres y quererlas más; cuidar a nuestros hombres; educar a nuestros hijos; dejar la cochina bebida…”

Terminado el curso, todos nos dispusimos a compartir la comida del domingo.

Al sentarnos en las mesas, nuevamente se separaron hombres y las mujeres. "Hábitos, viejos lastres” – pensé.

Y sin más, después de asegurarme que todos tenían carnitas, tortillas, salsa y refrescos suficientes, me senté, como correspondía, con el grupo de hombres.

Don Lupe, el portero de la escuela, tenía en ese momento la palabra y el resto lo escuchaba con atención: “Yo creo que hay que tener mano dura” – dijo. “Yo a la pinche endina de mi esposa sí la he puesto quieta. Un día se me puso rejega y tuve que sacar la pistola y darle sus cachazos. Así, en la cabeza, seco, pa´ que sepa quien manda...”

Yo lo miraba a él. Los miraba a ellos. Mudo. Sosteniendo un taco a la altura de los ojos y con la boca llena.

No puedo decirlo con certeza, pero estoy casi seguro de que hasta yo asentí…

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