Ser un gran señor

Como con Fernando Paiz en una terraza del Hotel Marriott en San José de Costa Rica. Me dice que el clima es muy parecido en este país al de Chiapas: en un segundo, los montes de verde y tupida vegetación se cubren de niebla y cae un aguacero torrencial. Diez minutos después el cielo se despeja por completo y es inverosímil pensar que en este lugar hubo alguna vez nubes. Desde donde está dispuesta la mesa donde comemos la vista es magnífica. Él no puede apreciarla sin embargo, pues me ha cedido el privilegio de sentarme del lado de la mesa que domina el panorama.


A propósito me cuenta que existe una peluquería en el pueblo de Sololá en Guatemala, que está ubicada justo en la parte superior de un monte desde donde se domina el Lago Atitlán que está cercado en el fondo por volcanes. En la peluquería existen dos hileras de sillas para que los clientes se atiendan. Mientras una de ellas está orientada hacia el interior del salón, la otra permite apreciar la vista. Con el tiempo los peluqueros empezaron a cobrar tarifas diferenciadas para cada hilera: un corte con vista cuesta significativamente más que un corte sin vista. Desde entonces, los grandes señores de la región se aseguran de pagar un corte con vista, pues en el pueblo, este se ha convertido en un símbolo inequívoco de estatus, y los transeúntes que pasan frente a la peluquería, se encargan de hacer correr oportunamente la voz que distingue y señala a los unos de los otros según su jerarquía y señorío.

Los peluqueros –escuchadores profesionales, expertos en las sutilezas del alma humana e intuitivos comerciantes-- han pintado en la pared del fondo de la peluquería exactamente el mismo paisaje que se abre al frente, con los mismos volcanes y todo. Han justificado así un ligero incremento en las tarifas de los cortes sin vista, y permiten, al mismo tiempo, a los clientes menos pudientes, vivir, mientras dura el corte de pelo, la experiencia de ser un gran señor.

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