Pecado original

Apenas era el principio de los tiempos. Y teniendo frente a sí la eternidad entera, Dios, un viejo de barbas blancas rodeado por huestes de ángeles, se aburría.

Para mitigar el fastidio propuso entonces a los ángeles un juego: cada uno habría de ensayar la representación de algo totalmente nuevo; algo hermoso.

Entusiasmados por el desafío, se entregaron todos a la tarea.

Sobre la bóveda celeste, con sus dedos, Dios pintó una serie de tres imágenes en colores sepia y plata: el vasto mar, un sol inconmensurable y un árbol de frutos iridiscentes.

En otro sitio distante, el más joven y hermoso de los ángeles trabajaba afanosamente con una burbuja de aire y pintaba con colores de transparencias y brillos de estrella. Modeló un pez de mil escamas de colores, en cuyos ojos parpadeaba el infinito.

Cuando concluyó el tiempo convenido, se reunieron todos para presenciar las obras que cada uno había creado.

Cuando tocó el turno a Dios, no hubo quien no quedara deslumbrado frente a la maestría de su creación.

Sin embargo, aquella primera emoción quedó pronto opacada por la obra de aquel joven ángel: no hubo quien no se sintiera conmovido al ver flotar serenamente sobre sus cabezas a aquel pez multicolor.

Colmados de verdad y de belleza el grupo de ángeles declaró al joven como el ganador del concurso.

Un destello súbito y un sonido seco interrumpieron la algarabía.

Era Dios, que lleno de envidia frente al ángel, desafiado por el veredicto, irrumpió en el centro de la reunión.

Los ángeles lo miraban en silencio.

Envuelto en un frenesí de odio y amargura desconocidos, Dios tomó el resto de la masa de aire que había usado el ángel y la desmoronó en un fino polvo de estrellas. Tomó un poco de saliva y empezó a modelarla con sus manos.

Al poco tiempo aquella masa había cobrado forma. Entonces sopló. De su boca salió una niebla verde que emitía una luz de una intensidad enceguecedora. Finalmente tomó un puño de nube y lo arrojó con fuerza a la cara de la figura que recién había formado.

La forma cobró vida. Dios había creado un hombre.

Los ángeles observaron el proceso con una mezcla de temor y asombro. Frente a la evidencia de que el hombre era la más hermosa creación del universo, se inclinaron frente a Dios en reverencia.

Mientras tanto el joven ángel temblaba de impotencia. La furia que sentía alimentó la determinación de su espíritu para pasar al frente y confrontar a Dios.

Clavando su mirada en aquel Ser imponente le comunicó su decisión de exiliarse. Agregó con voz honda y ronca que prefería vivir solo para toda la eternidad que bajo el imperio de un Dios mezquino y veleidoso.

Se marchó sin mirar atrás.

Dios lo dejó partir sin responder. Sabía que algo se había roto y que no había forma de transponer la distancia que se abría entre ellos irremediablemente.

Y así, empezando a sentir sobre sí el peso de la tristeza y la vergüenza, dio media vuelta y lentamente se marchó a descansar.

Todos los ángeles se retiraron detrás de Dios, excepto los más viejos, que fueron rezagándose intencionalmente.

Apartados y en voz baja, deliberaron.

Determinaron que Dios había violado las reglas del concurso y había abusado de sus poderes. Coincidieron en que Dios debía de ser castigado, pues esa era la única forma de restablecer el balance del universo.

Apesadumbrados, acordaron el castigo: Dios nunca podría disfrutar de su creación.


Y así, mientras Dios dormía, envolvieron al hombre en los lienzos del vasto mar, el sol inconmensurable y el árbol de frutas iridiscentes, y lo lanzaron al vacío.

Después, tomaron un puño de los restos de la niebla verde del aliento de Dios y dieron vida al pez que había modelado el ángel exiliado. El pez nadó serenamente en una órbita alrededor de los ángeles. Apenas había completado la segunda vuelta, en un arranque súbito, los ángeles lo vieron perderse para siempre en el abismo por la misma ruta hacia donde el hombre había desaparecido.

Tras recorrer eras y galaxias, el pez dio alcance al hombre y de un solo bocado lo engulló entero.

Desde entonces el hombre navega el universo –lejos de donde está Dios— envuelto en imágenes hermosas y huidizas, sitiado en la oscuridad de la panza de un pez multicolor detrás de cuyos ojos parpadea el infinito.

-- A.P.